El pecado mortal y el pecado venial
Sabemos que el pecado es una acción, palabra, pensamiento o una omisión que va en contra de Dios, del prójimo y de nosotros mismos. No todos los pecados son iguales. Unos son más graves que otros. La Iglesia, desde siempre, habla de dos clases de pecado: el pecado mortal y el pecado venial. Esta distinción la encontramos en las Sagradas Escrituras:
Si alguien ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pedirá y Dios le dará vida, siempre que no sean pecados de muerte. Hay un pecado que lleva a la muerte; por este no digo que pidan. Toda injusticia es pecado; pero hay pecados que no llevan a la muerte. – (1 Jn 5, 16-17).
El Pecado Mortal
El pecado mortal es el más grave. Al cometer un pecado mortal, estamos dando muerte a la vida divina en nosotros, porque es dar muerte a la gracia de Dios en nuestra alma. Por ello se llama mortal.
El pecado mortal es decirle a Dios: “no te necesito”, o “no quiero que tengas parte en mi vida”. Según palabras de San Agustín es un “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (S. Agustín, civ. 1, 14, 28). Con un solo pecado mortal, nosotros mismos, nos negamos ir al cielo y escogemos el infierno como morada eterna.
En última instancia, somos nosotros mismos, quienes nos volvemos en contra de Dios. Somos nosotros mismos, quienes nos alejamos de Dios. Dios nos creó para amarnos y nos redimió para amarnos. Él no cesa de amarnos siempre. Su amor no está condicionado a cómo nos comportemos. Somos nosotros quienes nos alejamos de Dios. Él se queda esperando por nosotros a que volvamos, porque nos ama con locura.
Con el pecado mortal preferimos un bien inferior y no a Dios, quien es nuestro bien supremo (CIC 1855). El demonio es astuto. Él sabe muy bien que, por nuestra inteligencia, nunca vamos a hacer algo malo. Él disfraza lo malo de bueno para que caigamos en pecado. Por ello, existen las tentaciones. Un buen ejemplo es el siguiente: el aborto es un pecado mortal, ya que es matar a un niño en el vientre de su madre con el consentimiento de ésta. El demonio disfraza este horrendo asesinato con un supuesto “bien”: la mujer tiene el derecho de decidir, nadie puede decirle qué hacer con su cuerpo; Dios le dio libertad para poder elegir.
Es solo a través de la confesión, que los pecados mortales son perdonados. Es a través de la confesión, que nos volvemos a Dios. No importa cuán feo u horrible haya sido ese pecado mortal. Dios siempre nos perdona. Él quiere que volvamos a Él; él quiere sanarnos. Como dice Santa Faustina:
En la confesión nos dejamos sanar por Cristo. – (Sta. Faustina, Diario, 1458)
El Pecado Venial
El pecado venial es toda aquella ofensa a Dios, al prójimo o a nosotros mismos que no acarrea la muerte de la gracia de Dios en el alma. Son pequeñas ofensas que entorpecen nuestro camino hacia la santidad. Si en el pecado mortal le decimos a Dios que no lo necesitamos, en el pecado venial le decimos: “estoy contigo, pero…” o lo que es lo mismo: “es que tengo que hacer esto antes de seguirte al 100%”.
Los pecados veniales, aun cuando no destruyen la gracia de Dios en el alma, predisponen al alma o van, poco a poco, llevando al alma a caer en pecados mortales. Con el pecado venial debilitamos nuestro amor a Dios y al prójimo. Hacen que el alma se atrofie y le sea cada día más difícil su camino hacia Dios (CIC 1863) . San Agustín nos lo dice con gran claridad:
El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentes. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión… – (S. Agustín, ep. Jo. 1, 6)
La confesión, remedio para nuestros pecados
¿Cuál es la solución a nuestros pecados? Si nos hemos alejado de Dios, si hemos matado la gracia de Dios en nuestra alma, corramos al sacramento de la Reconciliación o de la Confesión. Si hemos cometido pecados veniales o leves, corramos también a este sacramento. No importa lo que hayamos hecho, Dios nos espera, no como juez, sino con amor de Padre que quiere decirnos: “aquí estoy, nunca he dejado de amarte”.
Aunque un alma fuera como un cadáver descomponíendose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiese esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. – (Sta. Faustina, Diario, 1448)